Juicio Político

El polo de desarrollo: la oportunidad que siempre regresa

En la frontera parece que siempre estamos frente a la misma pregunta: ¿cuándo llegará el desarrollo que tanto esperamos? No es la primera vez que se habla de crear un polo económico que transforme la ciudad. Desde hace más de sesenta años, distintos gobiernos han lanzado programas con la idea de hacer de esta región una zona estratégica.

Todo empezó en 1961, con los famosos “artículos gancho”. Para muchos, fue la primera vez que la política pública se sintió en la mesa de la casa. Gracias a esos precios más bajos, las amas de casa podían llenar la despensa sin tener que cruzar la frontera. A los microempresarios y pequeños comerciantes también les vino bien: la gente compraba más en la ciudad y eso significaba movimiento en los mercados, ventas en las tienditas y una economía que se sentía viva en la calle. Fue una medida sencilla, pero que impactó directamente a la gente común.

Años después, en 1965, llegó el Programa Maquilador. Miles de familias encontraron ahí una fuente de empleo estable. Puede decirse lo que se quiera de las maquilas, pero nadie puede negar que dieron trabajo a una generación entera que, de otro modo, hubiera tenido pocas opciones. Muchos hogares salieron adelante gracias a ese modelo: se construyeron casas, se pagaron estudios, se pusieron pequeños negocios alrededor de las plantas.

En 1995, con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), otra vez se habló de grandes oportunidades. Los planes prometían una integración regional que impulsaría a la frontera como nunca. Sin embargo, entre diagnósticos, mesas de trabajo y burocracia, mucho se quedó en papel.

Hoy, la propuesta de un nuevo polo de desarrollo vuelve a sonar fuerte. Y más allá de los tecnicismos económicos, lo que deberíamos preguntarnos es: ¿cómo impactaría esto en la vida diaria de la gente?

Si el proyecto se hace bien, una ama de casa no solo tendría acceso a mejores precios en la despensa, como ocurrió con los artículos gancho, sino también la certeza de que sus hijos podrán encontrar empleo en la misma ciudad, sin tener que migrar a otro lugar. Imaginemos que los jóvenes egresados de universidades locales encuentren oportunidades laborales a la altura de su preparación. Eso significaría que las familias podrían mantenerse unidas, que habría más estabilidad en los hogares y que los sueños de movilidad social tendrían un camino real.

Para los pequeños comerciantes, un polo de desarrollo traería más clientes, porque cuando hay empleo, hay consumo. Y con ello, desde la tiendita de la esquina hasta el mercado del barrio, todos se benefician. No se trata solo de grandes fábricas o de inversiones millonarias: se trata de que el dinero circule y que la ciudad respire un dinamismo económico que hoy parece pausado.

Claro, el reto está en que esta vez no se quede en promesas. Un polo de desarrollo necesita tres cosas fundamentales: definir en qué nos vamos a especializar, formar talento preparado para esas industrias, y contar con infraestructura de primer nivel. Sin esos tres elementos, seguiremos escuchando discursos que no llegan a la vida real de las familias.

Primero, hay que definir en qué queremos especializarnos. No se puede ser líder en todo. Las regiones que destacan en el mundo lo hacen porque se concentran en un sector: automotriz, tecnología, energías limpias, agricultura de alto valor. La dispersión no ayuda, al contrario, nos debilita.

Segundo, necesitamos formar gente preparada para esa especialización. Y ahí las universidades son clave. El detalle es que cada institución educativa tiene su propio modelo y no siempre está conectado con lo que requieren las empresas. Urge alinear la educación con la realidad del mercado laboral y con lo que demandan las industrias del futuro.

Tercero, y no menos importante, está la infraestructura. No podemos hablar de un polo de desarrollo sin carreteras de calidad, un aeropuerto funcional, telecomunicaciones de primer nivel y servicios logísticos que de verdad sean competitivos. Sin eso, difícilmente vendrán las inversiones que tanto se buscan.

La frontera siempre ha sido vista como un punto estratégico. La diferencia dependerá de si somos capaces de aterrizar esas ideas en beneficios tangibles: que la señora pueda llenar su carrito en el súper sin preocuparse tanto por el precio; que los hijos encuentren empleos dignos y bien pagados; que los pequeños negocios tengan clientela constante; y que la ciudad no solo sea un lugar de paso, sino un lugar de futuro.

Pero esto no solo es tarea de los gobiernos. También es responsabilidad de los empresarios que apuestan por esta tierra, de las universidades que forman a los jóvenes, y de cada ciudadano que cree en su ciudad. La historia nos enseña que cuando la comunidad se involucra, los proyectos no se quedan en papel: se convierten en realidades que cambian la vida de todos.

La oportunidad está aquí. La pregunta es si esta vez tendremos la visión y la voluntad para aprovecharla. El desarrollo no es un regalo: es una construcción colectiva. Y quizá, justo ahora, estamos frente al momento de empezar a escribir esa nueva historia.

Edgar Lara / Analista

Artículos Relacionados

Back to top button