¡Fuera gringos!, pero déjenme mi Starbucks

La gentrificación no sólo es un proceso económico, es un cuento. Y como todo cuento, necesita héroes y villanos. El problema es que, en este caso, los papeles se confunden
La gentrificación es una de esas palabras que suenan sofisticadas, como si de un término académico se tratara que sólo preocupa a urbanistas o sociólogos. Pero en realidad, es una forma moderna (y bien disfrazada) de desalojo. Una reconfiguración de las ciudades que se esconde detrás del discurso del “rescate urbano” y el “embellecimiento”. Este fenómeno que se ha popularizado más en el centro del país, ha pisado nuestra frontera, ya no es extraño ver barrios transformarse de la noche a la mañana: lo que antes eran “segundas”, hoy son cafeterías orgánicas; donde antes había casas de interés social, ahora hay estudios minimalistas para nómadas digitales, emprendedores o creadores.
El fenómeno tiene sus matices, claro. Algunos aplauden la gentrificación porque “reactiva la economía”, genera empleos, y pone orden en zonas que (según ellos) estaban abandonadas. Otros la repudian porque eleva el costo de vida, expulsa a quienes han vivido ahí toda su vida y reemplaza la identidad comunitaria por una postal para Instagram. Ambos tienen algo de razón. Pero hay un grupo que merece una mención especial: los que protestan la gentrificación… desde sus iPhones, mientras beben cold brew en una terraza con vistas a casas recién desalojadas, o de Glampings en zonas desérticas que ni en tu sano juicio hubieras acudido.
Es esa doble moral la que en verdad molesta. Esa postura supuestamente antisistema que se convierte en accesorio de moda, esa rabia selectiva que apunta con dedo tembloroso a los extranjeros que llegan, pero nunca al gobierno que permite (y hasta promueve) estas transformaciones sin rostro. En Juárez, por ejemplo, hay marchas para defender el centro histórico, mientras algunos de los mismos activistas ya negociaron sus proyectos artísticos en inmuebles intervenidos con fondos públicos y remodelados para turistas de fin de semana.
¿De qué sirve gritar “¡Fuera gringos!” si al final del día les rentas tu casa por Airbnb y les llevas al mejor lugar de burritos con picante “de a de veras”? ¿Qué sentido tiene hacer manifiestos contra el desplazamiento cuando el propio discurso se vende al mejor postor, en nombre de una revolución que se transmite en vivo por redes socio-digitales?
La gentrificación no sólo es un proceso económico, es un cuento. Y como todo cuento, necesita héroes y villanos. El problema es que, en este caso, los papeles se confunden. Se culpa al “foráneo”, al “hipster”, al “gringo”, pero poco se dice de las autoridades que permitieron la falta de planeación urbana, el abandono de servicios públicos, y la corrupción que convirtió barrios enteros en botines políticos. Es más fácil atacar al que llega con dólares que al que lleva años saqueando en pesos.
En Chihuahua capital, por ejemplo, se habla de desarrollo cuando se inaugura un nuevo corredor gastronómico en zonas residenciales de antaño, pero no se discute qué pasó con las familias que fueron desplazadas por el alza de rentas. En la capital del país, las recientes marchas en zonas como la Roma o la Condesa han llamado la atención general, pues estos lugares se han vuelto espacios de consumo aspiracional, donde hasta la pobreza se convierte en un post estético y romantizado. Sin embargo, muchos de los que critican esos cambios no tendrían problema en vivir allí si se los permitiera su sueldo o su herencia.
La gentrificación funciona porque, al final, todos queremos vivir mejor. Y si eso implica pintar fachadas, poner focos cálidos, plantar unos arbustos y decir que es arte urbano… pues adelante. Lo que se nos olvida es que detrás de cada intervención “artística” hay una familia menos, un vendedor que ya no regresa, un niño que ya no puede jugar en la calle porque ahora todo es “zona peatonal exclusiva” para ciclistas de domingo y fotógrafos de portafolio.
Pero nadie quiere ver eso. Nadie quiere aceptar que criticar la gentrificación mientras disfrutas de sus beneficios es como quejarse del capitalismo desde Amazon Prime. Y mucho menos se quiere hablar de cómo el verdadero problema no son los que llegan, sino los que se van… sin que a nadie le importe.
Ciudad Juárez siempre ha sido un espacio de tránsito, de cambio, de contradicción. Pero ahora parece que esa transición ya no la controlan quienes viven ahí, sino quienes llegan con capital suficiente para cambiarle el nombre a las calles, el precio a los tacos, y el alma a los barrios. La gentrificación no es mala por traer inversión; es peligrosa porque reemplaza lo humano por lo vendible, recuerdo hablar con mi madre de lo mucho que cambiará la imagen de nuestra ciudad con la llegada de la construcción vertical, los tiempos cambian.
El problema no es solo la gentrificación, es la falta de memoria. Es olvidar que las ciudades no se construyen desde una aplicación de delivery, sino desde la cotidianidad de quienes la habitan, la sufren y la cuidan. El verdadero rescate urbano no comienza con cemento nuevo ni con logos de colores: empieza por mirar a los ojos a quienes ya estaban allí antes que tú.
Pero eso no cabe en una selfie. Y mientras no quepa, seguiremos aplaudiendo como idiotas el despojo, mientras gritamos: “¡Fuera gringos!”, eso sí… desde sus MacBook con Wi-Fi gratuito, iphones con prepago y su café venti descafeinado.
René Javier Soto López / Académico