Juicio Político

El alma en el plato: comida clásica en Juárez

En nuestra frontera, hay una geografía secreta que no aparece en los mapas turísticos ni en los folletos oficiales: la de los lugares donde se cocina con alma, donde cada platillo es un homenaje a la resistencia diaria, a la memoria y a la comunidad. No son restaurantes de manteles largos ni locales con luces tenues. Son cocinas abiertas al polvo y al viento del desierto, con mesas de plástico, sillas disparejas y aromas que detienen el tiempo. Ahí se sirven los sabores que forman parte de nuestra identidad: burritos, menudo, barbacoa, caldos, tortas de colita de pavo, flautas. Ahí también se construyen lazos invisibles entre los que sirven y los que comen, entre los que madrugan para picar carne y los que se refugian del cansancio en una cuchara de caldo humeante.

No se puede hablar de comida clásica en Juárez sin mencionar los burritos “el negro” Aunque el nombre suene simple, el lugar es sagrado para quienes saben que el burrito no es sólo una tortilla con relleno, sino un arte, una técnica que implica equilibrio, sazón y generosidad. Los guisos son caseros: chile colorado, chicharrón en salsa, barbacoa, frijoles con queso. y el clásico de “winy en salsa”. Pero más allá del menú, lo que ha sostenido a este local por tantos años, es el espíritu de lucha que tiene cada jornada.

Desde temprano, las manos que preparan la comida con afán. Y del otro lado del mostrador, los trabajadores, estudiantes y vecinos que llegan con el estómago vacío.

Hay aromas que marcan el ritmo de la semana, y el de la barbacoa es, sin duda, el del domingo. Es ese olor a carne cocinada lentamente, humeante, a tortillas recién salidas del comal. Pero más allá del sabor, la barbacoa es una tradición que nos reúne, nos identifica y nos recuerda que la cocina también es un acto de pertenencia. Este platillo profundamente arraigado en la cultura del norte, ha encontrado en Juárez un lugar propio. Lo vemos en las filas que se forman desde temprano en lugares como “el güero” donde el sazón es una herencia familiar; en barbacoa “los primos” donde la preparación se cuida como un rito; o en barbacoa 21, que ha ganado su lugar en la memoria colectiva de los comensales fronterizos.

El menudo, ese platillo que divide opiniones pero une familias, tiene sus templos juarenses en locales como el bombero, el horizonte, y la choza, que llevan años de servir la misma receta infalible: un caldo rojo, denso, que parece tener más sustancia que agua. Se sirve con cebolla, orégano y chile piquín al gusto, pero el ingrediente principal es el aguante. Es comida de resaca, sí, pero también de duelo, de celebración. Es lo que se come cuando todo falla, o cuando todo parece empezar de nuevo. Las personas que lo preparan lo saben, y por eso lo hacen con esmero. Al fondo de la cocina, las cazuelas hierven y quienes sirven lo hacen con la firmeza de quien sabe que, por lo menos por un rato, aliviarán algo más que el hambre. Las tortas de colita de pavo son otro clásico que no necesita presentación, aunque sí merece homenaje. El pan bolillo, ligeramente tostado; la colita jugosa, deshebrada y bañada en su propio jugo; los chiles en vinagre que coronan el platillo. En estas tortas se resume una estética del sabor que no tiene pretensiones, pero sí historia. Muchos locales las ofrecen, pero es en los puestos más sencillos, esos con toldo improvisado y bancas de madera, donde el sabor se convierte en símbolo. Quienes las preparan saben el punto exacto de cocción, el truco para mantener el pan suave pero resistente, el momento justo para decirle al cliente “¿la quiere con chilito, queso y cueritos?”. Son detalles pequeños, pero en ellos se concentra parte del alma de la ciudad.

El caldo de res —humeante, con elote, repollo, carne que se deshace y arroz al fondo— es el refugio más sabroso que ofrece esta frontera. En los Caldos de San Lorenzo y en las fondas del mercado Cuauhtémoc, el caldo es más que alimento: es contención. Quien lo sirve sabe que muchas veces lo hace a alguien que acaba de salir de un hospital, de una fábrica, de una mala noticia. En cada cucharada se ofrece compañía. Y en cada vaso de agua de horchata que lo acompaña, una promesa sencilla: aquí no estás solo.

La Pila y Pali: sabores con historia, dos lugares que han resistido el paso del tiempo con una dignidad admirable, forman parte del paladar emocional de varias generaciones. Comer ahí es reencontrarse con la infancia, con los domingos en familia, con los días buenos. flautas rebosantes de sabor, coronadas con repollo, tomate, salsa roja, crema, una sinfonía de texturas y sabores. La Pila y Pali no sólo han sabido mantener el sabor, también han preservado una forma de estar en el mundo: con trabajo honesto, con respeto al cliente, con cariño a la cocina.

Y luego están esos espacios que ni siquiera son locales formales, han surgido providencialmente para quien necesita sencillez, y sabor, como la original fonda de la calle veinte de noviembre, en la merita colonia Melchor Ocampo, donde se come como en casa porque, literalmente, estás en una. Ahí no hay letrero, pero los que saben llegan. Te sientas en la sala, entre retratos familiares, un mantel de plástico y el olor a comida que viene desde la cocina. No hay menú: hay platillos del día. Y todo sabe como si te lo hubiera cocinado mamá, el trato es familiar y cálido, comer ahí es un acto íntimo, casi confesional. Transformar una casa en restaurante va mas allá de abrir un espacio para comer: es crear una experiencia acogedora, donde cada rincón cuenta una historia y cada platillo refleja alma de hogar, este concepto cobra vida en iniciativas como “casa de huésped” en la colonia Progresista, donde la gastronomía se reinventa en un ambiente familiar, tradicional y autentico que rompe con lo convencional. En estos lugares se cruzan dos luchas: la de quienes cocinan, que crean sabores innovando cada día con creatividad , cansancio y competencia; y la de quienes comen, que llegan buscando no sólo comida, sino tregua.

Ciudad Juárez no es sólo industria, frontera o tránsito. Es también cocina, sazón, ternura. En cada platillo hay una historia de sobrevivencia, una receta heredada, una promesa de que todavía es posible alimentar el cuerpo y el alma con lo que tenemos. En estos locales, no se vende comida: se comparte vida.

Laura Ortiz / Doctora

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