Juicio Político

Una deuda con la inclusión

Hay momentos en la vida que marcan un antes y un después. Para quien adquiere una discapacidad, ese instante puede ser silencioso o abrupto, pero siempre transformador. No se trata únicamente de un cambio físico; se trata de una revolución íntima que redefine la manera de estar en el mundo. Al principio suele llegar el desconcierto. Lo que antes era sencillo -caminar sin pensar, subir una escalera, abrir una puerta- se vuelve un reto lleno de obstáculos visibles e invisibles. La persona no solo enfrenta las limitaciones de su cuerpo, sino también las barreras sociales, las miradas incómodas y los silencios que pesan más que las palabras. Con el tiempo, tras el duelo y la adaptación, surge algo nuevo: una conciencia distinta. La discapacidad enseña que la verdadera inclusión no depende únicamente de rampas o señalizaciones, sino de la actitud con la que una sociedad acoge todas las formas de existencia. No se trata de heroicidades ni de lástima. Quien vive con discapacidad sigue siendo quien es: con sueños, con ideas, con fuerza. No es menos, es distinto. Y en esa diferencia hay dignidad, hay vida, hay posibilidades. Aceptar un cuerpo que cambia no es rendirse. Es aprender a amarlo otra vez, a habitarlo de otra manera. Es transformar el dolor en empatía y la dificultad en una voz que exige respeto, visibilidad y derechos.

Vivir en Ciudad Juárez, para una persona con discapacidad, significa enfrentar los retos de su propio cuerpo, también las barreras que la ciudad impone día tras día.

Caminar por Juárez, en ese ir y venir de prisa, de tráfico vehicular, de ruido constante, puede ser complicado, pero intentar hacerlo con una discapacidad es, muchas veces, casi imposible. No hay rampas suficientes, los cajones de estacionamiento exclusivos se ocupan sin escrúpulo y sin remordimiento, se ignoran los semáforos peatonales. Es doloroso ver en muchas avenidas la velocidad con la que se conduce ignorando por completo zonas de hospital por donde transitan personas con movilidad limitada o frente a escuelas especiales para débiles visuales, como si su fragilidad no importara, como si no merecieran cuidado ni atención. ¿Dónde quedó la empatía? ¿Dónde está el respeto? Hablar de inclusión no debería ser un discurso bonito ni una moda pasajera. Debería ser una responsabilidad compartida. Sin embargo, quienes viven con una discapacidad —sea física, auditiva, visual o intelectual— siguen enfrentando barreras físicas, sociales y culturales en cada paso de su vida cotidiana.

Pocas calles cuentan con señalética adecuada, con pasos peatonales visibles y accesibles, las rampas son más decorativas que funcionales: mal construidas, mal ubicadas, los semáforos auditivos o indicadores en Braille no existen. Todo eso, que debería ser lo mínimo indispensable, sigue siendo una excepción, no la norma.

A pesar de leyes y discursos bien intencionados, la inclusión plena sigue siendo una promesa no cumplida. . La verdadera inclusión no se construye solo con rampas o espacios reservados Se construye con respeto, empatía, y voluntad real de hacer de la ciudad un lugar donde nadie tenga que pedir permiso para existir. Hoy en nuestra frontera, aún faltan banquetas amplias y accesibles, calles seguras, parques donde una silla de ruedas o un bastón no sean un obstáculo, baños con barreras de seguridad, facilidad para trámites de placas vehiculares especiales. Falta un transporte público que no le cierre la puerta a quien tiene limitaciones. Pero más que infraestructura, falta sensibilidad. Falta dejar de ver la discapacidad como un problema o una carga. Que no se trata de compasión ni de caridad: se trata de justicia y de dignidad. La inclusión debe empezar en el hogar, en las aulas, construyéndola desde el lenguaje y la actitud, donde niñas y niños deben sentirse parte y no excepción y en los centros de trabajo, con los adultos, el talento debe pesar más que cualquier prejuicio, reflejándose en cada rostro que no desvía la mirada, que saluda, que escucha, que comprende, que sabe ceder el paso, dar la mano a quien con obviedad necesita de ella.

No se puede construir una ciudad justa sin escuchar a quienes saben desde su vida misma, lo que significa moverse en un mundo que muchas veces les da la espalda. Las personas con discapacidad no deber ser solo beneficiarios de políticas públicas; deben ser protagonistas de las decisiones que afectan su destino. La inclusión no es un regalo Es un derecho y es hora de que lo honremos.

Tenemos una enorme oportunidad: volvernos ciudadanos más humanos, más sensibles, más respetuosos. Pero para lograrlo, hace falta más que leyes o campañas. Hace falta voluntad, conciencia y acción. Hace falta entender que los derechos no se mendigan: se garantizan

Laura Ortiz / Doctora

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