Juicio Político

Lo que recordamos (y lo que olvidamos) cada 10 de mayo

En Ciudad Juárez el 10 de mayo no es una fecha cualquiera, es una manifestación colectiva de agradecimiento. Como la maternidad no siempre tiene aplausos, vale la pena tomarnos un momento para detenernos y mirar a quienes, muchas veces, han sostenido todo. A quienes se reparan en silencio y hacen milagros con lo poco que hay. No desde la teoría, ni desde la añoranza, sino desde la memoria, aquí está mi mirada.

Como muchas madres juarenses, la mía tenía más de un trabajo: unos remunerados y otros no. Además de tener que hacerse cargo de las labores domésticas, tenía que asegurarse que no faltara el pan en la mesa y que en la casa tuviéramos lo indispensable. Pagar colegiaturas, tener algo con que abrigarnos del frío, incluso buscar la manera de regalarnos un juguete a mi hermano y a mí en Navidad y nuestros cumpleaños eran situaciones típicas que había que solucionar. Para eso, ella trabajaba en una guardería y yo -más por necesidad que por gusto- la acompañaba en el transcurso de su jornada.

Uno de los primeros recuerdos nítidos que tengo es uno que incluye a mi madre. Yo tendría tres o cuatro años de edad. Mi mamá y yo caminando de la mano atravesando un largo estacionamiento después de su día de trabajo. Luego me suelto y salgo corriendo a ocultarme detrás del tronco de un gran olmo solo para reencontrarla unos segundos después y soltarnos riendo. Es una escena sencilla, pero que para mí es muy significativa. Es alejarme por un momento de los brazos de ella únicamente para disfrutar nuestro reencuentro. Los dos nos veíamos con una mirada cómplice. Yo hacía como que me escondía y los dos fingíamos sorpresa cuando nos reencontrábamos. Además, esa era parte de una rutina nuestra. De lunes a viernes, siempre el mismo trayecto, siempre el mismo juego: yo corriendo a ocultarme detrás de ese inmenso árbol en el estacionamiento de la ex aduana.

Ahora me doy cuenta de que las mamás muchas veces son madres sin testigos. Cuando hacen cuentas para que el dinero alcance, cuando lloran casi en silencio para no preocupar a nadie, cuando esperan despiertas sin que los demás sepan. Así, yo tampoco sabía qué tan exhausta estaba mi mamá, o que problemas había tenido que sortear. Sin importar que tan cansada saliera de trabajar, siempre había entusiasmo para compartir ese breve momento juntos.

Tuve la buena fortuna de pasar mi infancia en un hogar con dos mujeres al frente: mi mamá y mi abuela. Eso me permitió darme cuenta que las madres son símbolo de ternura, pero, también de fuerza y sacrificio. Muchas veces no queda de otra. Pero también es cierto que no se los reconocemos. Mi abuela decía que los hijos somos muy ingratos y muchas veces eso es indudable. No sabemos agradecer lo suficiente. No reconocemos sus desvelos, la sobrecarga emocional que muchas veces llevan, sus sacrificios, ni su forma de repartir los alimentos para dejarnos a nosotros la parte más sustanciosa. Tampoco reconocemos que son personas que también tienen sueños, y que muchas veces los posponen por nosotros. Al contrario, renegamos de sus preocupaciones, no entendemos que esas formas de preocuparse son solo por amor. Ahora, con más de 35 años lo tengo un poco más claro. También tengo claro que cada vez que salga detrás del olmo, ella estará ahí para recibirme y reencontrarnos.

Edgar Arce / Analista

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