Juicio Político

Casa del Migrante: 35 años sembrando esperanza en la frontera

Treinta y cinco años no son solo una cifra. Son incontables pasos descalzos sobre suelo ajeno. Son voces entrecortadas que encuentran consuelo, lágrimas que se secan y nombres olvidados que vuelven a tener historia.

No es solo una estructura de ladrillo y concreto: es el corazón palpitante de una ciudad que, aunque golpeada por muchas violencias, aún tiene quien extienda la mano.

Desde su fundación en 1990 por Monseñor Manuel Talamás Camandari y el sacerdote Scalabriniano Flor María Rigoni, esta casa —porque verdaderamente lo es— se ha convertido en un símbolo de dignidad para quienes, por razones de hambre, violencia o esperanza, dejaron todo atrás. Nació con el espíritu de caridad cristiana, pero muy pronto se convirtió en un bastión de defensa de los derechos humanos. Los sacerdotes que han dirigido la casa, han entendido, con humildad y firmeza, que migrar no es un delito, sino un acto de valentía. La visión pastoral del Padre Flor María transformó este espacio en un hogar donde el evangelio se practica con hechos, El solía decir: “cuando tocan la puerta, no preguntamos de donde vienen, sino cuanto tiempo llevan sin comer”.

Luego de él hay un nombre que se ha vuelto inseparable de la historia reciente de la Casa del Migrante, es el del padre Javier Calvillo. Durante casi dos décadas, fue no solo su director, sino su rostro más visible. Hombre de fe firme y palabra clara, supo ser pastor, confidente, gestor incansable, y, sobre todo, amigo de los migrantes. Nunca fue líder de escritorio, caminaba los pasillos, compartía el pan y también el dolor. Tenía una memoria prodigiosa para los rostros. Sabía quien necesitaba zapatos, quien no había comido bien, quien había perdido a un hijo en el Río Bravo. Y con esa ternura que solo tienen los que creen de verdad en el Evangelio, hacía sentir a cada persona que su vida importaba.

Actualmente la casa del migrante se encuentra bajo la guía del Padre Francisco Bueno, un joven sacerdote que ha asumido esta misión con valentía, con su espíritu fresco y una mirada profundamente pastoral siguiendo el legado con entrega total, caminando junto a los migrantes.

Aquí llegan, mujeres, hombres, familias enteras, y ahora también miles de niños, con la piel marcada por el sol y la incertidumbre. Y en esa puerta que se abre, encuentran lo más escaso en su travesía: humanidad.

La celebración de su 35 aniversario no fue un acto de protocolo. El concierto, las pereg las misas y las historias compartidas no fueron eventos: fueron una manera de recordar que cada persona que ha dormido en esos pasillos merece no solo un techo, sino un futuro. Fue un homenaje silencioso a los que no llegaron, a los que murieron cruzando el desierto, y a los que aún esperan del otro lado de la frontera.

A lo largo de estas décadas, más de medio millón de personas han encontrado en esta casa una pausa, una respuesta, una mano. En una ciudad muchas veces atravesada por la indiferencia, la Casa del Migrante ha resistido no solo las olas de migración, sino también la desconfianza, la falta de recursos y los discursos que criminalizan la movilidad humana.

Los voluntarios que ahí trabajan no solo reparten platos de comida caliente. También escuchan, contienen, acompañan. En sus rostros se refleja lo que muy pocas instituciones pueden presumir: el amor incondicional por el otro.

He escuchado testimonios de migrantes que, luego de dormir en el piso de una estación migratoria, al llegar a esta casa sintieron por fin que eran personas otra vez. La Casa del Migrante no resuelve la complejidad del fenómeno migratorio, pero sí ofrece algo mucho más poderoso: dignidad. Escuchamos historias de reencuentros familiares, de mujeres que aprendieron un oficio en los talleres, de adolescentes que se alfabetizaron aquí, de hombres que lograron regularizar su estancia gracias a la asesoría legal brindada por la experiencia y el esfuerzo de las personas encargadas de Trabajo social y Derechos humanos.

El hospedaje es digno para personas en tránsito, solicitantes de asilo y deportados. Cada cama representa una pausa segura en medio del camino incierto. Aquí se ofrecen alimentos calientes, tres veces al día, gracias a los donativos de la comunidad y el trabajo de los voluntarios, Se brinda asesoría psicológica, médica básica y canalización a hospitales cuando se requiere. Asesoría legal, sobre todo para migrantes que desean regularizar su situación o solicitar asilo político.

En casa del migrante existen espacios de oración y contención espiritual, sin distinción de religión ni credo, talleres educativos, oficios, y apoyo escolar para niños y adolescentes migrantes.

Se siguen construyendo puentes. No hay aquí intereses políticos, solo personas ayudando a otras personas. Y eso, en cualquier parte del mundo, es una revolución.

Ciudad Juárez no sería la misma sin este refugio. Porque en medio del tránsito, la espera, la desesperación y la incertidumbre, la Casa del Migrante se levanta como un faro: una señal de que todavía hay quienes creen en la hospitalidad, en el respeto, en la compasión.

A sus 35 años, la Casa del Migrante no envejece. Al contrario: se renueva con cada historia de vida que cruza sus puertas. Y mientras haya personas dispuestas a ver a los demás a los ojos y decirles “aquí eres bienvenido”, esta casa seguirá cumpliendo su misión más sagrada: recordarnos que todos tenemos derecho a un lugar seguro donde empezar de nuevo.

Laura Ortiz / Doctora

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