Miscelánea

La rayada que conquistó a Pancho Villa

“La rayada” se ha consolidado como el pan parralense por excelencia, el cual familias locales llevan a todo el país y el extranjero para compartir con sus seres queridos de su tradicional sabor a anís y piloncillo. Su elaboración es simple y se remonta a los tiempos de la revolución, cuando una leyenda dice que el propio Pancho Villa obligó a un panadero a alimentar a su tropa con este alimento que surgió de la prisa y el ingenio.

Su forma ovalada, su textura densa y su distintiva franja blanca en la parte superior una pasta simple de harina, manteca y agua la vuelven fácilmente reconocible, incluso entre quienes no crecieron en Parral.

Elaborada con ingredientes básicos como harina, levadura, piloncillo y anís, la rayada conserva el gusto de otras épocas, evocando el aroma de las cocinas antiguas, el calor de los hornos de leña y la hospitalidad de las abuelas que las servían con café o leche caliente.

Existen múltiples versiones sobre el origen de este pan. Una de las más populares y entrañables lo vincula directamente con el general Francisco Villa. Se cuenta que durante la Revolución Mexicana, el Centauro del Norte llegó con sus tropas a Parral y pidió pan para alimentarlos. Un grupo de vecinos entre sastres, músicos y un panadero improvisaron una mezcla con los ingredientes disponibles: harina morena, anís, piloncillo y levadura. Cuando Villa probó el resultado, exclamó satisfecho: “¡Qué buenas rayadas, síganlas haciendo así!”. Desde entonces, aseguran, el pan se bautizó con ese nombre.

Aunque no hay registros oficiales que respalden esta historia, ha sido transmitida por generaciones como parte del imaginario popular. Y como sucede con muchas leyendas mexicanas, la verdad y el mito se entrelazan para dar forma a una narrativa más rica. En contraste, versiones más documentadas apuntan a que el pan fue creación de Jesús María Gómez alrededor de 1920, en su panadería “La Fama”, ubicada en el centro de Parral. Esta teoría, aunque menos novelesca, goza de reconocimiento histórico entre la comunidad panadera local.

Según explica el historiador parralense Roberto Baca, la rayada puede entenderse como un “pan de pobres”: un alimento que nació de la necesidad, usando ingredientes accesibles pero aromáticos, como el anís y el piloncillo. Para Baca, este pan tiene reminiscencias de la cocina virreinal: “Hay panes similares en las cocinas de la Nueva España.

La combinación de especias con endulzantes rústicos ya se usaba en conventos y casas humildes. Lo distintivo de la rayada es esa franja blanca que no sabemos con certeza quién la puso ni por qué. Quizá fue una casualidad estética o alguien la trajo desde otro estado”.

El investigador también sugiere que atribuir su creación a una sola persona es una simplificación. “Es muy probable que la rayada haya sido el resultado de una evolución colectiva, donde varias panaderías fueron adaptando una fórmula básica a sus contextos y necesidades”, añade.

A pesar de su aparente sencillez, la rayada es un pan que exige tiempo, paciencia y una notable destreza manual en cada etapa de su preparación.

Esta pieza de panadería tradicional, característica de muchas comunidades en México, especialmente en el norte del país, no es sólo una receta: es una herencia cultural viva que ha sido transmitida de generación en generación en las panaderías de barrio, donde los secretos de su textura, aroma y forma se conservan como un saber casi ritual.

Hacer rayadas no solo implica mezclar ingredientes y hornear; requiere sensibilidad para entender la masa, para sentir cuando está lista, para moldearla con precisión y aplicar la pasta de la raya con el cuidado que se le pondría a un trazo de caligrafía. Cada rayada representa no solo el trabajo del día, sino también la memoria colectiva de los panaderos que, con manos firmes y madrugadas enteras, han mantenido viva esta tradición.

La masa básica de la rayada se prepara con ingredientes simples, pero cada uno cumple una función específica en la estructura y el sabor del pan. Se necesita un kilogramo de harina de trigo, quince gramos de sal, cuarenta gramos de levadura fresca la cual se activa en agua tibia para potenciar su efecto, además de una mezcla aromática compuesta por cuarenta gramos de canela en polvo y diez gramos de anís, que aportan ese perfil especiado tan característico del pan.

El dulzor no proviene del azúcar refinada, sino de doscientos gramos de piloncillo rallado, lo cual le confiere un sabor profundo, casi terroso, y una fragancia inconfundible que se intensifica al hornearse. La preparación inicia disolviendo la levadura y mezclándola con los ingredientes secos hasta formar una masa.

A continuación, se debe amasar con energía y constancia hasta lograr una textura homogénea y suave al tacto, una señal de que el gluten ha hecho su trabajo. Después, se deja reposar la masa bajo un paño húmedo para que fermente hasta duplicar su tamaño, un proceso lento que no puede acelerarse si se desea obtener la esponjosidad correcta.

Una vez que la masa ha reposado lo suficiente, se divide en porciones que luego se moldean a mano, dándoles la forma ovalada tradicional que distingue a este pan. Se colocan sobre charolas previamente engrasadas, cuidando que haya espacio suficiente entre ellas para permitir que sigan creciendo. En paralelo, se prepara la pasta de la raya, un elemento clave en la apariencia y sabor del pan.

Esta se elabora con ciento setenta y cinco gramos de harina blanca, ciento cincuenta gramos de azúcar glass y ciento cincuenta gramos de manteca vegetal. Al combinar estos ingredientes, se obtiene una pasta densa y maleable, que debe trabajarse hasta adquirir una textura suave, sin grumos.

Esta pasta se extiende cuidadosamente y se corta en tiras que se colocan con precisión en el centro de cada bollo, formando la raya que da nombre al pan. Este trazo no es solo decorativo; al hornearse, la pasta se funde ligeramente y aporta un contraste de textura que convierte a cada mordida en una experiencia particular.

Antes de llevarlas al horno, las piezas deben fermentar por segunda vez durante aproximadamente cuarenta minutos, lo que les da volumen y ligereza. El horneado se realiza a una temperatura alta, de 250 °C, durante veinte a veinticinco minutos. El resultado ideal es una rayada dorada por fuera, con una costra ligeramente crujiente en los bordes, pero esponjosa y húmeda en su interior.

El aroma que emana del horno durante esta etapa es inconfundible y suele atraer a vecinos y clientes por igual. Una vez fuera del horno, se dejan enfriar ligeramente y están listas para servirse, solas o acompañadas de café o chocolate caliente. Más allá de su valor alimenticio, la rayada representa el sabor del barrio, el oficio del panadero y el tiempo detenido en la repetición cuidadosa de una receta que ha resistido modas y cambios, afirmándose como un símbolo entrañable del pan artesanal.

Hoy en día, las rayadas siguen horneándose en las panaderías más antiguas de Parral. Algunas de ellas han adoptado ligeras variaciones, adaptándose a los gustos contemporáneos sin alterar la esencia. El joven panadero Erick Jara, por ejemplo, heredó la tradición familiar y la enriqueció con nuevos matices. “A la masa base le agrego un poco de canela, cocoa y esencia de vainilla. No para cambiar el sabor, sino para acentuarlo”, explica. “Y la rayadita se prepara con harina y manteca, nada más, para que se funda bien al hornearse”.

Para muchos parralenses, este pan forma parte de sus recuerdos de infancia. “Mi abuela siempre tenía rayadas en su alacena”, comenta María Guadalupe Holguin, vecina de la colonia Centro. “Cuando llegábamos de la escuela, nos daba una con queso y un vaso de leche. A veces hasta hacíamos tortas con jamón o carne deshebrada. Era el pan de todos los días”.

Así, mientras el mundo cambia, las rayadas siguen horneándose en los hornos de adobe y gas de Parral. Cada pan es una declaración de identidad, una evocación de tardes frías, de fogones encendidos, de familias reunidas. La rayada no solo endulza el paladar: también alimenta la memoria.

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